(Esto lo escribí hace un mes. Ahora las tornas han cambiado).
Estoy en un momento de mi vida en el que mi cabeza no para
de dar vueltas intentando encontrar una respuesta para ciertas preguntas: ¿se
lo digo?, ¿no se lo digo?, ¿sigo callándome para que la situación no se vuelva
rara?, ¿si se lo digo cambiarán mucho las cosas?, ¿habría un “sí” como
respuesta? Y la lista de preguntas se podría estirar hasta el infinito.
El amor es la energía que mueve el mundo o, en su defecto,
el odio. ¿Quién no ha hecho una locura por amor o quién no se ha movido por el
sentimiento de venganza, de dolor? Quien no haya respondido con un “sí”,
sinceramente, no está vivo. El amor es el que no nos hace enfermar – demostrado
científicamente –, nos mantiene a flote en las peores circunstancias, nos hace
ver la realidad de forma distinta, con un halo de positividad jamás antes
visto. En resumen: el amor nos mantiene vivos.
Pero, a veces, no todo es color de rosa: la persona por la
que sentimos algo no nos corresponde, se enamora de otra persona y, si no nos
hemos declarado y somos amigos del nuevo enamorado, nos toca aguantar las
charlas animadas o las penurias que tiene esa persona con su “persona
especial”; las fotos en Facebook o la red social de turno que, más que
mejorarnos la vida, nos la destroza con pruebas gráficas que pueden hacer que
nuestro estado de felicidad se vaya al traste en menos de lo que canta un
gallo. Y la lista, otra vez, se estira hasta el infinito y más allá, porque los
ejemplos son tan variopintos y caracterizables a cada persona…
Ayer me animé a ver “The Notebook”, no por la historia –
romántica donde las haya – sino porque estoy con mi ciclo cinéfilo sobre Ryan
Gosling. Cuando puse en Twitter, la red social del pajarito azul, que iba a ver
la película, lo primero que me dijeron fue: “prepara los kleenex”. Sabía que era
de llorera total, pero no podía imaginarme hasta qué punto.
La historia es la típica historia de dos adolescentes de
distintas clases que se enamoran un verano. Lo que empieza siendo ese típico
amor de verano que, personalmente jamás he vivido, llega hasta la vejez en una
narración bastante bien contada. No cabe decir que los protagonistas se
separan, el destino los vuelve a unir pero no sin antes que haya problemas en
el camino. La historia te atrapa tanto que acabas viviéndola, o por lo menos
eso me pasó a mí.
Y mi pregunta es, ¿por qué nos gustan tanto las historias
así? ¿Por qué nos gusta que, a pesar de todos los contratiempos habidos y por
haber, el chico y la chica de distintas clases sociales se amen hasta el final,
se queden juntos y triunfe siempre el amor? La respuesta es más bien sencilla:
porque es lo que anhelamos. Queremos encontrar a esa persona perfecta, esa que
Katy Perry dijo una vez “hacemos figuras perfectas”, con la que nos
compenetramos a pesar de lo distintos que somos. Queremos que, a pesar del daño
que nos haga esa persona, vuelva a nosotros, por mucho tiempo que haya pasado.
Nos gusta que triunfe el amor porque ya eso no se ve, o es como un foco de luz
en mitad de la oscuridad. Ahora está de moda el divorciarse, el pelear por la custodia
de los niños y hacer el máximo daño al contrincante para que uno salga
victorioso, a pesar de que, cuando uno se queda a solas con uno mismo en mitad
de la noche, vea que ha quedado peor que el adversario.
El amor verdadero es la meta a conseguir en la vida, es el
“sueño americano” que queremos vivir todos, pero que no es fácil de conseguir.
Quiero el amor verdadero, quiero encontrarme con esa persona frente a frente,
quiero sentir las mariposas en el estómago, mi cabeza dando vueltas, las palabras
salen entrecortadas, el corazón late a mil por hora. Quiero que esa persona
sienta lo mismo que yo. He encontrado a un candidato, pero la ilusión se está
perdiendo poco a poco porque la situación es lenta y pesada, pesada como una
losa que cargo sobre mi espalda y con la que me cuesta seguir adelante. Me
desespero, porque en mi cabeza, la mente vuela, crea su propia realidad, más
bonita, romántica, idílica; es una realidad que es dolorosa porque no es cierta
pero quieres que lo sea. Veo que él no tiene interés, que hay ciertos gestos
por su parte que, a ojos neutrales, son normales, sin un mensaje detrás, pero
que, a mis ojos cegados por el sentimiento que tengo dentro, son
significativos. Esos pequeños gestos son los que me hacen seguir pero no voy a
negar que me canso de esperarlos. ¿Se lo digo o no? Si se lo digo pueden pasar
dos cosas: A. Que diga que no, algo sobre lo que estoy bastante segura por la
situación en general, por su actitud. Consecuencias: uno de los mayores dolores
del mundo con el que voy a tener que llevarme bien porque le veo todos los
días. La situación será rara, complicada porque está en medio otro jugador: mi
pretendiente. Tendré la misma situación que he tenido durante una semana con
él. Puede ser que mis planes de ser amiga de mi “persona especial” se vayan al
traste. B. No decírselo, algo que quiero hacer porque las consecuencias de la
opción A las veo catastróficas. Consecuencias: seguir mordiéndome la lengua
hasta que sangre o tenga el coraje de escoger la opción A. Continuar con el
plan de ser amiga de él y ver cómo va la cosa. Este plan tiene varias cosas en
contra: A. Puede encontrar a otra entre tanto. B. La ilusión tiene papeletas
para irse por la puerta de atrás cansada de esperar. C. Tener más certeza de
que, por parte de él, nada de nada de nada.
Según mi párrafo anterior, vivo entre la espada y la pared y
lo único que me va a hacer salir de esa situación es recoger poco a poco trozos
de coraje, pegarlos e ir a por ello, pero eso es demasiado arriesgado para mí,
la chica que no se quiere arriesgar. Dicen que “quien no arriesga, no gana”.
Ya, eso está muy bien para otras situaciones como cantarle las cuarenta a
alguien cuando estás muy harto, por ejemplo, pero, ¿cuando está en juego
nuestro corazón, arriesgaríamos? La respuesta está en cada uno. La mía es un
no.
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